“Tonnerre de Brest!”

Tonnerre-de-BrestEl famoso grito del capitán Haddock no se refiere a los truenos de las antológicas tormentas de la capital de Finistère, sino a las dos salvas de cañonazos, una a las siete de la mañana y otra a las siete de la tarde, con las que retumbó a diario a toda la ensenada durante casi 300 años.70.TourTanguy

Brest quedó arrasada tras los intensos bombardeos de la aviación anglo-americana al final de la II Guerra Mundial. Los únicos edificios que quedaron en pie fueron, en el lado bretón y marinero del río Penfeld -el popular barrio de Recouvrance-, la medieval Tour Tanguy, y en el lado francés y militar, el château de Brest. Por eso hoy, a pesar de su puerto industrial y su publicitadísimo Oceanopolis –que no visitamos-, es una ciudad bastante anodina y con escaso interés arquitectónico.

De 1945 a 1957 se edificó rápido para acelerar la reconstrucción de la ciudad, liderada por el arquitecto y urbanista Jean-Bastiste Mathon, que proyectó una planificación a la americana, con grandes avenidas y retícula en forma de damero, y repartió diferentes porciones de la ciudad entre distintos responsables. Cada uno desarrolló las obras de su sector un poco a su aire, así que el resultado fue, como poco, heterogéneo. Para rematar el conjunto, el renombrado puente del Iroise tiene las vistas al estrecho de Brest mutiladas, porque paralelo a él, en el lado en que el río Élorn desemboca en el océano, discurre el viejo puente Albert-Louppe, cuyo uso ha quedado restringido a vehículos lentos, bicicletas y peatones.

La Tour Tanguy alberga un museo de acceso gratuito, que rinde su pequeño y naíf homenaje a las renombradas calles de la antigua ciudad portuaria, justo antes de que los humanos se encargaran de borrarlas del mapa tan a conciencia. A través de curiosos diaporamas que recrean escenas callejeras, uno puede hacerse a la idea de la pintoresca y variopinta ciudad medieval que destruyeron las bombas.

Desde la Tour Tanguy se puede contemplar una hermosa panorámica del château de Brest, hoy sede de la marina francesa. De hecho, no se puede aparcar en su recinto porque las plazas dChateau_desde_Tourisponibles están reservadas al personal militar que trabaja allí. Aunque en Brest no hay problemas de estacionamiento ni zonas azules.

Hay que reconocer que el recorrido del Museo Nacional de la Marina está bien planteado. En el precio de cada entrada de adulto –los menores de 18 años no pagan- se incluye el uso de una audioguía en castellano, que explica algunos detalles de cada espacio. Durante el itinerario puedes ver un pequeño submarino que los alemanes usaban para espiar la costa durante la II Guerra Mundial –solo lo tripulaban dos personas- y secciones del castillo con diferentes usos a lo largo del tiempo. También se hace un repaso a historia de la bagne de Brest, el gran edificio penitenciario creado para suministrar la mano de obra de los condenados a trabajos forzados a los astilleros militares, y la trayectoria de la armada francesa en Brest. Precisamente en esa sección se revela una inquietante información: la base de los submarinos nucleares franceses está aquí al lado, en la península de Crozon. Pues qué buen rollito. La visita acaba con imágenes reales de los bombardeos de la batalla de Brest. Lo que te reafirma en la idea de que, a veces, la meadita de los macho alfa dominantes para marcar su territorio tiene consecuencias no solo desproporcionadas, sino totalmente fuera de lugar.

Ayer, tras pasar toda la mañana en Brest, como nos venía de paso en el camino de regreso, hicimos una pausa en Plougastel para cotillear un poco en el Museo de la Fresa y del Patrimonio. Además de descubrir que el origen del afamado fruto fue un intento fallido de trasplantar las fresas blancas de Chile en territorio galo –desconocía que existiera tal variedad de fresa-, hay una curiosa y abundante exposición de prendas típicamente bretonas, bajo mi punto de vista más interesante que la del Museo Bretón de Quimper, ya que es ropa de trabajo, del cotidiano día a día. También se pueden ver los muebles y utensilios de un hogar tradicional de Plougastel de hace cien años, que incluye tres camas-armario como la que vimos en el museo de Quimper, pero amplía la explicación: eran de poca longitud porque los bretones pensaban que no podían dormir estirados como los difuntos en el ataúd, por lo que preferían hacerlo acurrucados, o casi sentados. Incómodo, pero la fe mueve montañas. Y encoge carpinterías.

Todo lo bueno se acaba, y nuestras vacaciones de verano están ya llegando a su fin. Así que hoy hemos dedicado el día a despedirnos de Audierne que, además de ser un óptimo punto de partida para todas las excursiones que hemos hecho, es también una población costera agradable y apacible.

Qué pereza irse de aquí. Y qué dura va a ser la rentréeNubes

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