Cáceres

Tras año y medio sin publicar nada -desde el funeral de mi amiga-hermana Iciar-, retomo el blog para tener a mano la información más relevante de nuestra primera incursión a Cáceres, que no será la última.

Nos alojamos, Booking mediante, en Cáceres Central Suites, que dispone de cinco apartamentos -el nuestro, Torres de Cáceres, era precioso- en una casita restaurada del centro histórico. Noelia, la persona que se ocupa de los huéspedes, está siempre pendiente y es encantadora, respetuosa y discreta.

Nuestro alojamiento estaba en la calle Hornos, al lado de La Llorona, un restaurante imprescindible en el que te atienden y se come divinamente, y muy cerca de la librería-joya La Puerta de Tannhäuser, que me recomendó -como tantas otras cosas- mi buen amigo Aureli.

Podíamos estacionar el coche fácilmente en las zonas blancas gratuitas de los aledaños: el día que aparcamos más lejos, dejamos el coche a un paseo de 15 minutos.

En cuanto a compras de los sabrosos productos locales -como el tasajo, qué gran descubrimiento-, hay varias tiendas Mostazo en los lugares más concurridos, y un colmado un poco más alejado, Ibéricos Extremeños Redondo, donde nos hicimos con un pequeño botín -suerte que íbamos en coche, porque al final nos tuvieron que entregar una gran caja de cartón para almacenar los víveres adquiridos-.

Como nos gusta desayunar fuera, enseguida seleccionamos nuestros dos lugares imprescindibles, en función de la hora a la que salíamos para ir a ver mundo: la Churrería Ronda del Carmen, que abre a las 7:00 h, y La Tarara Pikoteka, que entre semana abre a las 8:00 h.

La ciudad de Cáceres presenta dos importantes atractivos, según las preferencias de cada cual. Para nosotros, el Museo Helga de Alvear, edificado a la medida de la colección de la galerista que le dio nombre. La visita guiada es gratuita. El otro gran atractivo, que nosotros soslayamos porque no nos alcanzaba el presupuesto, es el restaurante Atrio, que ostenta tres estrellas Michelin. Disponen de otro restaurante más asequible, Torre de Sande, que al final no probamos.

Nos quedamos con las ganas de visitar dos restaurantes más que nos habían recomendado y quedaban muy cerca de nuestro apartamento: Nolasco, que no pudimos encajar con nuestra apretada agenda, y Mastropiero, que cuando fuimos estaba cerrado por mejoras. Tampoco llegamos a tapear en La Minerva, aunque sí almorzamos muy bien -aunque nos gustó más La Llorona- en El Figón de Eustaquio, y muy mal en la tapería La Tía Tula.

Trujillo queda a media hora de Cáceres. Tuvimos la mala suerte de que nuestra visita coincidiera con los preparativos de un mercadillo de quesos que llenó de casetas la plaza mayor. Claro que hubiera sido mucho peor con el mercadillo ya en marcha y millones de personas invadiendo las callejuelas. La visita guiada fue bastante decepcionante: aunque el conjunto monumental de Trujillo está bien conservado, el arrogante discurso de los descubridores/conquistadores/whatever me parece más que trasnochado. Suerte que nos consolamos un poco con nuestro almuerzo en el Mesón la Troya. Supongo que es más turístico que cuando iba mi amigo Aureli con sus padres y su hermana, pero igualmente lo aconsejo: los camareros son simpatiquísimos y el menú del día da para probar algunos platos de la gastronomía local a un precio más que razonable.

También relativamente cerca de la ciudad de Cáceres quedan tanto Los Barruecos, un paisaje singular que se seleccionó como localización para uno de los capítulos de Juego de Tronos -aunque cualquier parecido con el resultado fílmico es pura coincidencia-, como el curioso Museo Vostell, donde se expone, casi de incógnito -cuesta recabar información y no permiten tomar fotos-, la colección particular de Wolf Vostell, artista alemán representativo del movimiento Fluxus.

Hervás queda más lejos, en la falda de la sierra de Béjar, muy cerca de Salamanca y con un clima fresco y agradable durante todo el año -ostentan la más alta pluviometría de todo Cáceres-. Nos encantó el Freetour de los judíos y conversos, que conduce la palentina Rebeca, y almorzar en el restaurante Nardi, recomendación de los padres de mi compañera de Nexe Violeta.  

Aunque está en Badajoz, no podíamos dejar de ir a Mérida. Aunque la población es un discorde conglomerado de excavaciones, carreteras y edificios levantados a toda prisa, solo por ver de primera mano el teatro romano, ya merece la pena desplazarse hasta allí. Eso sí, mejor ir cuanto más temprano, mejor, porque es un lugar populoso que enseguida se inunda de turistas como nosotros. Comparto el dato que más nos hizo sonreír durante la visita guiada: los gladiadores patrios eran bajitos y rechonchos, así los tajos no les alcanzaban los órganos vitales. Ah, esa capa de grasa protectora.

Extendiéndose en la confluencia del Tajo y el Tiétar, el Parque Nacional de Monfragüe, reserva de la biosfera,fue el primer espacio natural protegido de Extremadura. Conviene acudir allí con prismáticos, pues dispone de varios puntos de observación de buitres, alimoches o águilas imperiales -esas reminiscencias felixrodriguezdelafuentianas-. Desde el Castillo de Monfragüe se disfruta de unas panorámicas extraordinarias. Hay un cómodo minibús que conecta gratuitamente la zona de estacionamiento con la antigua fortaleza.

Plasencia queda a 20 minutos del parque, aunque nosotros no pudimos visitarla porque es un prieto cogollo de edificaciones donde es difícil estacionar si, como nosotros, llegas demasiado tarde o con el tiempo muy justo, así que queda para una próxima ocasión.

Ya de regreso a Barcelona -como fuimos en coche, tanto a la ida como a la vuelta hicimos noche en el camino-, aunque no lo teníamos previsto y yo soy atea, decidimos parar en Guadalupe. Me explico: unos días antes de nuestra escapada cacereña, falleció Guillermina, madre de nuestra amiga Isabel y oriunda de Cáceres. Prometimos prender velas por ella en todos los templos con que nos topáramos. Sin embargo, nos encontramos con la triste realidad de la devoción contemporánea: todos los altares con velas eran eléctricos y funcionaban con monedas. Qué decepción. De modo que Guillermina nos animó a llegarnos hasta el famoso monasterio de la virgen con quien comparte inicial. Y en buena hora: las carreteras comarcales que unen Cáceres con Guadalupe serpentean por dehesas de floridos pastos, teñidos de verde, lila, blanco y amarillo, que bajo el sol refulgente lucían todavía más.

El claustro mudéjar del monasterio es requeteprecioso, solo por verlo ya vale la pena sumarse a la visita guiada.

Como fuimos, como siempre, bien temprano, entramos a mediodía al restaurante Guadalupe Jordá y nos acomodaron en una esquina de su delicioso patio. Aunque solo queríamos tomar unas tapas antes de proseguir nuestra ruta hasta Alcalá de Henares, donde pernoctábamos, al final nos animamos a compartir una ensalada, una Torta de la Serena y unas migas. La verdad es que por tierras cacereñas se come divinamente.

Gracias, Guillermina, por guiarnos hasta Guadalupe. Te aseguro que regresaremos a tu querida Cáceres en cuanto podamos, ¡aún nos queda mucho por conocer!      

Iciar

Me siento afortunada y agradecida. He compartido mi paseo por la vida con Iciar durante más de 30 años colmados de numerosos recuerdos e importantes aprendizajes.  

Iciar, mi amiga-hermana incondicional. Amorosa, inteligente, honesta. Generosa. Tanto, que nos ha regalado estos meses para disfrutar un poco más de ella y prepararnos para su ausencia -aunque una nunca está preparada para esto-. También divertida y ocurrente. Le debemos un argot muy nuestro: en los bufés de los hoteles, por siempre jamás devastayunaremos, y por la noche nos apijamaremos para ir a dormir.  

Iciar, la mujer enamorada de Joan Lluís que, durante estos cinco años de amor, nos ha alumbrado con su luminosa felicidad. Cinco años que, aun siendo tan claramente insuficientes, son un precioso tesoro: pocas personas alcanzan esa plenitud en algún momento de su vida. Creo que Iciar se sentiría identificada con el “Epitafi a u mateix” del poeta andalusí Ibn Az-Zaqqâq, “Per vida vostra i pel meu somni dolç: no fou un goig el nostre viure ardent?”. 

Amo a Iciar. La amo en presente, porque, mientras la piense, mientras la pensemos, vivirá en nosotras y nosotros. El cáncer nos la ha arrancado de forma cruel. Costará que cicatrice la profunda herida con que se nos ha desgarrado el alma y que escocerá siempre, como hormiguean, tercas, las ausencias que más nos conmueven: cuanto más honda es la huella, tanto más persistente es la aflicción.

Sin embargo, debemos sobreponernos a nuestra desolación, por muchos motivos, pero, sobre todo, por Iciar: ha perdido la vida prematuramente, no se merece que infravaloraremos o malgastemos la nuestra. El mejor homenaje que podemos hacerle para honrarla es dedicarle cada momento de dicha. Como una ofrenda. Celebremos la vida por Iciar y con Iciar, porque siempre vivirá en nuestros corazones.

Regreso a Ezcaray

Cuando pensamos dónde disfrutar del puente del 1 de noviembre, nos pareció buena idea regresar a Ezcaray -y ya van tres veces-. Por distintos motivos, nos encanta la pequeña población riojana que puso en el mapa la familia Paniego, y nos apetecía mucho repetir la última escapada que hicimos antes de la pandemia, en otra era.

El plan era salir de Barcelona el viernes a primera hora -en principio nos pillábamos fiesta el 28 y el 31- y lo cierto es que lo cumplimos a rajatabla: al final, el trabajo se complicó y salimos de Barcelona a las tres de la madrugada a fin de llegar a tiempo de iniciar la jornada laboral en nuestro horario habitual. A pesar del madrugón, mereció mucho la pena: circulamos prácticamente en solitario y llegamos cuando las familias acompañaban a sus peques al colegio. Soltamos las maletas, avisamos de que estábamos disponibles, nos conectamos a sendas videorreuniones y, en mi caso, aporreé el teclado de mi portátil hasta las tres para avanzar tareas pendientes: soy incapaz de apoyar suavemente los dedos desde los tiempos de las míticas Olivetti.

En cuanto compartí en Instagram el lugar donde estábamos, mi queridísimo compañero José Luís, de Nexe, me reveló que la principal localización de su película española preferida, “El sur”, de Víctor Erice, era una casa de Ezcaray, “la Gaviota”, aunque su nombre real es Casa Carmen. Así que cuando regrese a Barcelona tengo deberes: leerme el libro de Adelaida García Morales en que se basó el guion y ver la película.

Entre tanto, ya que estamos, buscamos la construcción y nos detenemos a observarla desde una de las puertas enrejadas por las que se accede a su asilvestrado jardín: el cerramiento exterior linda con el sendero jalonado de castaños de Indias que une Ezcaray con Zorraquino, la Arboleda del sur. Así se llama también el vecino espacio para celebraciones al aire libre de Grupo Echaurren, inaugurado hace cinco años.  

Por la carreterilla a la que se asoma “la Gaviota” se llega, más allá de Zorraquino, a Valgañón, cuyo mayor interés es que la colina que la guarda alberga un insólito acebal donde los vistosos arbustos se expanden como orondos ramilletes bicolores.

Alcanzamos el Alto de la Pradilla en coche -la tremenda pendiente es inasumible a pie para dos urbanitas como nosotros- y estacionamos en el primer margen que se deja. Proseguimos en agradable caminata hasta más allá de la Laguna de la Dehesa, ahora tristemente agostada. Los pastos color esmeralda, salpicados por algunos acebos tupidos y rechonchos que han moldeado las vacas, brillan bajo el cálido sol de otoño que nos acompaña.

Cuando avistamos el bosquecillo, comprobamos que, más que acebal, es un hayedo en el que los acebos se enredan con las hayas y abandonan su naturaleza terrosa para encaramarse con ellas hasta el cielo. Mientras nos adentramos entre la enramada, un murmullo de reminiscencias acuáticas nos confunde. ¿Habrá por aquí algún arroyo? Claro que no, y menos con la hiriente sequedad reinante. Enseguida se resuelve el misterio: el rumor cristalino lo provocan las hojas de las hayas mientras cuchichean con el viento.

De regreso a Ezcaray, el alud de turistas como nosotros nos empuja a refugiarnos en nuestro coqueto apartamento: preferimos saborear, en intimidad y a nuestro ritmo, los productos riojanos y navarros que hemos ido atesorando. Eso sí, empezamos cada jornada en la Cafetería Satorre, nuestra desayunería predilecta, uno de nuestros lugares indispensables ezcarayenses. En el otro, Mantas Ezcaray, siempre nos hacemos con algún nuevo botín. En esta ocasión salimos de allí con un par de pañoletas y una bufanda tamaño boa constrictor, ideal para arroparnos el cuello los dos, en plan nido.

Estando en La Rioja es insoslayable la visita a una bodega. Como nos gustan las más artesanales, optamos por Bodegas Tritium, que se ubica en un minúsculo callejón del casco viejo de Cenicero llamado Avenida la Libertad, una denominación entre la ocurrencia sarcástica -lo de avenida no es que le venga grande, sino inmenso- y la metáfora inquietante -qué escaso margen nos queda para ser libres-.

En la pequeña bodega nos reciben con una copa de un blanco refrescante, elaborado con garnacha blanca y viura. Solo son las once de la mañana, la cosa promete. Enseguida nos arracimamos alrededor de nuestra guía, Itziar, quien nos conduce a un calado del siglo XV que se agazapa diez metros bajo tierra. Itziar nos cuenta que, cuando decidieron restaurarlo para elaborar aquí sus vinos de cepas antiguas, en Cenicero les tildaron de orates. Deberían darles las gracias por recuperar el patrimonio local: en el subsuelo de la población yacen, abandonados, 285 calados de bodegas familiares que, durante siglos, cobijaron los vinos de la zona.

Itziar es honesta y transparente y se muestra tal cual es -nos confiesa que está con resaca por la Ruta de los calados de Cenicero de la noche anterior-. Se nota que está a pie de viña y utiliza metáforas sencillas para explicar conceptos complejos. Compara las cepas con las personas: las jóvenes son alocadas, impredecibles y refrescantes, mientras que las maduras, con los años, han aprendido a autorregularse, necesitan un riego mínimo y dan frutos con carácter y colmados de matices. Me siento cepa vintage.

Subimos a la zona de cata y probamos tres tintos, dos de garnacha y uno de tempranillo. Así, nos embriagan primero en nariz -se suceden aromas a chocolate negro, a frutos rojos y a café- y luego en boca. Mientras se desarrolla la cata, la sorpresa: nos muestra dos pequeñas ánforas -una clásica, otra esférica para la versión magnum-, los envases de sus dos caldos más preciados -naranja y tinto-, y nos desvela que maduran bajo el agua, arrullados por los vaivenes del Mediterráneo. ¿No es maravilloso?

Dispuestos a continuar con el turisteo, que para eso disponemos de un fin de semana largo, nos acercamos a Sajazarra atraídos por su imponente castillo medieval que, sin embargo, no puede visitarse porque es de propiedad privada. ¿Quién puede permitirse mantener semejante palacete? Googleo un poco y me doy de bruces con la respuesta: pertenece a los Líbano Daurella (sí, ese apellido catalán vinculado a un famoso refresco de cola), quienes, además de la fortaleza, poseen viñedos, bodegas y una sociedad en Luxemburgo. Otro nivel.

La villa de Sajazarra es bonita a la manera de los pueblos de postal: luce todo tan impoluto y perfecto que parece un decorado. De tanto en tanto tropezamos con fachadas engalanadas con calabazas, globos naranjas y alguna que otra bruja para conmemorar Halloween, y nos cruzamos con una niña de unos cinco años caracterizada de glamurosa hechicera, con su cucurucho sedoso y sus botas con purpurina. Enseguida me viene a la cabeza ese lema que adoro: “Somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar”.

Mañana madrugamos para regresar a Barcelona, así que nos despedimos de Ezcaray con un paseo bajo la lluvia, orillando el cauce seco del río Oja desde el Puente de la Estación hasta el Puente Canto, donde las casonas se desparraman y huele a estiércol, a leña y a campo. Nos impregnamos de ese aire de montaña tan distinto al que solemos respirar en Barcelona y nos recogemos temprano en nuestro apartamento: hoy es noche de brujas y nunca se sabe. 

La belleza

En Francia, vayas donde vayas, en cualquier rincón remoto en mitad de la nada, de repente te topas con una oficina de turismo, o con una exposición cautivadora, o con un festival de música, o con todo a la vez: en general, en nuestro país vecino entienden el patriotismo de manera generosa, con un orgullo compartido que se materializa en mimar entre tod@s el patrimonio para disfrute de quienes lo deseen, también de quienes turisteamos. Ese es uno de los motivos por los que solemos frecuentar las tierras galas como destino vacacional.

Así es como en la antigua prisión de Guingamp, transformada en el centro de arte contemporáneo GwinZegal, nos sorprende una selección de fotografías de Evelyn Hofer sobre Nueva York tomadas entre 1953 y 1975. Nacida en Alemania y autoexiliada junto con su familia en cuanto Hitler toma el poder, se especializa en composiciones de paisajes urbanos y retratos de personas anónimas, también en color, a la manera de los reportajes de moda o los bodegones publicitarios. Un crítico del New York Times la describe como “la más célebre de los fotógrafos desconocidos de los Estados Unidos”. Es la primera exposición en Francia de Evelyn Hofer y se celebra en una población bretona de 7000 habitantes. Fascinante.

Claro que todavía nos cautiva más Anima (ex) Musica, que descubrimos por sorpresa cuando visitamos el castillo de La Roche-Jagu, también reconvertido en espacio cultural. El impactante montaje, fruto de la fusión del estudio de los instrumentos musicales con la entomología, se autodefine como bestiario utópico o gabinete de las curiosidades del siglo XXI, y es obra del colectivo de artistas “Tout reste à faire” –queda todo por hacer-, del que forman parte Mathieu Desailly (diseñador gráfico), Vincent Gadras (escenógrafo y constructor) et David Chalmin (compositor y constructor).

Su punto de partida fue una reflexión de Charles Darwin: La pequeñez de los insectos nos impide, en cierta medida, apreciar en su justo valor su asombrosa construcción. El escarabajo Atlas macho, con su cota de mallas pulida y bronceada, y sus grandes y complejos cuernos, llevado a las dimensiones de un caballo o simplemente de un perro, constituiría sin duda uno de los animales más notables del mundo.

Anima (ex) Musica presenta 13 grandes esculturas de insectos, animadas y sonoras, diseñadas basándose en insectos reales y armadas a partir de instrumentos musicales en desuso, desmontados y remontados, a quienes los autores proporcionan una segunda vida. El resultado es una conmovedora composición poética que se despliega a lo largo y ancho del interior del castillo para recrear una fábula que conjuga la ingeniería, la biología, la música y las artes plásticas.

Cada animal autómata dispone de su propia partitura de sonido y de un particular micromovimiento inspirado en la locomoción de ese insecto. Los 13 ingenios conviven con tres instalaciones que interactúan con ellos: “Cuerno de viento”, “Esfera de percusiones” y “Bosque de cuerdas”, que evocan los elementos naturales. Es una creación verdaderamente asombrosa.

A punto de irnos, cuando le agradezco a una de las chicas de recepción que nos haya entregado un folleto en español, se lanza a charlar conmigo en un castellano impecable: me confiesa que, cuando nos ha escuchado conversar en catalán, nos ha tomado por una familia italiana. Es extraño que alguien tan al norte de Francia se haya interesado por una lengua que, por esos andurriales, es casi tan exótica como el suajili. En cuanto a personas hablantes de nuestras lenguas maternas, durante estas vacaciones solo hemos coincidido con dos muchachas latinas en Lannion, un matrimonio de catalanes en Morlaix, dos amigas catalanas en Perros-Guirec y, sorpresa de las sorpresas, un mexicano en Saint-Brieuc.

El Musée d’art et d’histoire de Saint-Brieuc, de acceso gratuito, nos seduce antes de visitarlo por cómo se explican en la web oficial de Baie de Saint-Brieuc Tourisme: su vocación es exponer, estudiar y cuestionar las mutaciones de la culturas rurales y urbanas de ayer y hoy, invitando a los distintos públicos a ejercer una mirada crítica sobre la imagen de Bretaña. Olé por ellos, allí que nos vamos.

Accedemos al museo por un agradable jardín que dispone de unos aseos públicos requetelimpios. En recepción nos da la bienvenida Catherine y nos pregunta de dónde somos.

-De Barcelona.

-¡Oh, Barcelona! Yo hablo un poquito de español, ¡me encanta! ¿Quieren un folleto en inglés para seguir la visita?

-Yo no, gracias, mi francés es mejor que mi inglés, pero mi marido sí, él no habla francés.

-Qué pena, todas las explicaciones están en francés. Pero casualmente aquí trabaja un chico que es mexicano, ¡voy a preguntarle si le va bien acompañarlos!

Enseguida llega un joven de San Luís de Potosí, Ozzyel, que no solo hace un paréntesis en sus tareas para atendernos, sino que se disculpa porque al cabo de media hora debe ocuparse de un grupo de niños que acudirán a una de las actividades que organizan, y no puede dedicarnos el tiempo que él quisiera. Es adorable.

Ozzyel nos cuenta que hace siete años que vive en Francia, pero que hasta hace dos meses vivía en París. Le cuesta explicarnos los detalles de las dos plantas de exposición en español porque, además de que tiene interiorizado el discurso en francés y en inglés, solo habla su lengua materna con sus padres cuando conversan por teléfono: está casado con una francesa y se expresa en francés la mayor parte del tiempo. Es amabilísimo y sonríe cuando habla. Tanto él como su compañera Catherine nos cautivan con su amabilidad y su mirada luminosa, de modo que iniciamos el recorrido más que motivados.

En el museo aprendemos que Armor y Argoat definen los dos territorios bretones.

Ar-mor, cerca del mar en bretón, es la costa de ese océano salvaje con que se curtían los marinos autóctonos, quienes, desde que cumplían 14 años, se atrevían a navegar hasta Terranova para la Grande pêche del bacalao durante como mínimo siete meses, y sin garantías de regresar. A falta de médicos a bordo, era el capitán quien se ocupaba de la salud de la tripulación, también de las intervenciones quirúrgicas, horror y pavor.

Ar-goat, cerca del bosque, abarca la Bretaña interior, las landas, un territorio que se consideraba poco productivo. No obstante, la industria del lino se desarrolló ampliamente en Bretaña y, aunque no era bretón -nació en Lyon-, el museo se hace eco del invento de Joseph Marie Jacquard, ese precursor de la informática que en 1801 presentó su innovador telar mecánico, manejable por un solo operario gracias al uso de tarjetas perforadas, que conseguían tejer patrones con complejos diseños de forma automatizada. Luego llegarían las pianolas y otros juguetes mecánicos, lo que me lleva a pensar de nuevo en los megainsectos musicales de “Tout reste à faire”, aunque a diferencia de Jacquard, este colectivo busca, con una clara apuesta por el lado más humanista de la ciencia, poner la ingeniería al servicio de la belleza para disfrute de tod@s.

Sí, tout reste à faire. Nos queda todo por hacer y mucho por vivir, no tanto en el sentido de duración, que es imprevisible, como en el de intensidad. Como nos recomendó con fervor esa luminosa e inspiradora mujer que era Berta, que se nos fue este agosto, disfrutemos de cada momento. Del sol. De la lluvia. De la música que nos conmueve. Del silencio cómplice. De las risas. De los perfumes, colores y texturas que nos hacen sentir bien. De las conversaciones que pulverizan el tiempo. Y, por encima de todo, de los besos.

Joyeux anniversaire

Anteayer fue mi cumpleaños. Mis hijas atravesaron Francia en tren para compartir conmigo la jornada: Ángela me felicitó a medianoche saltando a nuestra cama como una ardilla -quería ser la primera en hacerlo- y Mariola me despertó, emocionada y radiante, a las siete de la mañana. Sí, aunque ya sean veinteañeras, mis cachorrillos locos son adorables.

Habrá quien piense que nacer en mitad de agosto es una contrariedad. De pequeña siempre fui la niña que no podía celebrar su aniversario con sus amiguitas de clase. Sin embargo, recién estrenada la adolescencia, cuando empezamos a veranear en la casa que construyeron mis padres en Montserrat, mi cumpleaños se convirtió en el evento más esperado de las vacaciones. De cero a cien en medio nanosegundo.

Con el tiempo he aprendido a celebrar mi cumpleaños en directo y en diferido las veces que haga falta. Ahora me siento agradecida de que siempre coincida con las vacaciones de verano: cada aniversario es un obsequio que descubro en un lugar distinto, y si llega envuelto por las olas del mar, tanto mejor.

Para personas mediterráneas como nosotras, el flujo de las mareas resulta fascinante. Cada mañana, en cuanto nos despertamos, contemplamos los cambios en el estuario del río Trieux desde el dormitorio abuhardillado de nuestra casita -un mismo paisaje, tantos aspectos distintos- y enseguida consulto la hora de bajamar y pleamar en la aplicación de My Gîtes Breizh. Así podemos decidir en qué momento es mejor visitar esas playas que, en cuanto baja la marea, se prolongan mar adentro en un paseo casi lunar.

Es lo que sucede en la playa de la bahía de Saint-Michel-en-Grève, la llamada Lieue de Grève legua de playa en francés-, que se amplía, asombrosamente inmensa, cuando el océano se arremanga las enaguas y desnuda su fina, firme y ondulada arena: entonces se extiende, sin apenas pendiente, durante kilómetro y medio desde la orilla, de modo que la vivificante caminata puede hacerse, en lugar de siguiendo el litoral, hacia el horizonte.

Mientras que la Lieue de Grève luce más bella cuando la marea se ha retirado del todo, el mejor momento para admirar la reserva natural del Sillon de Talbert es justo cuando las aguas empiezan a descender. Es un largo cordón de arena y guijarros de unos 100 metros de ancho y de entre 10 y 14 metros de alto que se adentra en el mar poco más de tres kilómetros y queda separado del continente cuando la marea está alta. Invertimos más de dos horas entre llegar hasta la punta y volver, en parte porque el suelo arenoso no facilita la marcha, pero también porque a la ida nos entretenemos dándonos algún chapuzón y durante el regreso, investigando la fauna y la flora locales.

En cambio, desde el sentier des douaniers a su paso por la Côte de Granite Rose, en Ploumanac’h,las vistas son más bonitas cuando la marea está alta. Las formidables formaciones rocosas que orillan la costa desde Perros-Guirec hasta Trégastel presentan un raro tono rosáceo por el óxido de hierro de su granito.

El único inconveniente de la excursión es que quienes turisteamos por el lugar lo hacemos en romería: desde que Ploumanac’h fue nombrado “pueblo preferido de los franceses” -por lo visto se desconoce qué opinan las francesas-, las familias galas que lo visitan son legión. Afortunadamente, las acechantes gárgolas de una pequeña capilla que se asoma junto al sendero proporcionan un travieso contrapunto a tanto paraíso rosa.

También es mejor llegar con pleamar a la Pointe de Plouha, desde donde se divisan los acantilados más altos de toda Bretaña: cuando la marea está en su máximo apogeo, las colinas de color esmeralda se funden con las aguas oceánicas creando una escala cromática que oscila entre el verde y el azul ultramar. Claro que entonces la vecina playa de Gwin Zégal, a la que se accede desde el recurrente sentier des douaniers, se volatiliza y queda sumergida, en plan Atlántida, hasta que las aguas se retiran de nuevo con la bajamar.   

Agotaré los escasos días que me quedan de vacaciones contemplando el devenir de las mareas y celebrando mi cumpleaños las veces que me venga en gana, en cada momento de felicidad que me regale la vida. Al final, resultará que nacer en pleno agosto tampoco estaba tan mal.

El velero bretón que aporta su grano de arena

Estábamos deseando llegar a Bretaña para reencontrarnos con esas galletas tan livianas como crujientes que nos encantan, las deliciosas Gavottes, y, en cuanto llegamos, descubrimos una nueva exquisitez local que las supera con creces, los chocolates Grain de Sail, delicados, intensos y, además, sostenibles: han invertido en un velero de carga que viaja dos veces al año hasta Nueva York, con la bodega repleta de vino, luego se desplaza hasta Latinoamérica para proveerse de café y cacao, y finalmente regresa a Bretaña con sus ingredientes bío, listos para producir sus apetitosas especialidades. De ahí su marca, que juega con la hominimia francófona de grain de sail -el término sail inglés pronunciado a la francesa suena sel– y grain de sel, granito de arena en francés. Para rizar el rizo, los chocolates incorporan en su receta flor de sal –fleur de sel-. ¡Son adictivos!

En verano, el velero de Grain de Sail recala en distintos puertos de la costa bretona para quien quiera visitarlo, y en su chocolatería de Morlaix organizan todo tipo de actividades relacionadas con su manufactura. Su previsión es contar con un segundo velero a finales de 2023 y tienen otras iniciativas en marcha encaminadas a eliminar al 100% su huella de carbono: su modelo de negocio no está pensado para enriquecerse, sino para dinamizar la economía local y generar prosperidad en la comunidad morlaisienne.

La antigua aldea de pescadores de Morlaix se convierte en puerto fluvial de renombre con su anexión al Ducado de Bretaña en el siglo XII. A partir del siglo XV, en pleno apogeo de su comercio de telas de lino, surge un tipo de construcción autóctono único en Bretaña, las maisons à pondalez, cuyo nombre deriva de ponts d’allée, pasarelas. Estas balconadas de paso, conectadas entre sí por una escalera de caracol, servían para comunicar la zona de la fachada de la casa con la parte posterior, separadas por un patio interior cubierto cuyo gran protagonista es una chimenea colosal, reminiscencia de las fortificaciones medievales.

Hoy pueden visitarse dos de esas mansiones tan peculiares, la Maison à Pondalez -la verdad es que no se han esforzado mucho en bautizarla-, en la Grande Rue, y la Maison dite de la Duchesse Anne, en la rue du Mur. Personalmente, me maravilla que este tipo de residencia haya tomado su nombre de sus pasajes de madera -salvando distancias, un déjà vu como elemento recurrente en las corralas madrileñas, que a su vez se inspiran en los corrales de comedias del Siglo de Oro-, y no de sus preciosísimas escaleras, que constituyen un elemento funcional y ornamental a un tiempo y presentan interesantes trabajos de ebanistería.

Maisons à podalez aparte, otro de los iconos característicos de Morlaix es el viaducto que, lo quieras o no, contemplas en cuanto te acercas a la ciudad. Es un puente ferroviario de dos plantas construido en el siglo XIX que forma parte de la conexión de Rennes con Brest. No obstante, a mí lo que me cautiva es una curiosa torre-atalaya cilíndrica adherida al campanario de la iglesia de Saint-Mélaine. Luce un aspecto de Exín Castillos que me teletransporta a la niñez -esas piezas guardadas como un tesoro en el cubo de detergente de Colón-. Qué tiempo tan feliz.

Vacaciones de mí misma

Sí, por fin vacaciones, me hacían mucha falta. He llegado a agosto exhausta, estas últimas semanas no me aguantaba ni yo, así que ahora estoy en modo pausa, acompañada por mi paciente y amoroso compañero de vida.

Cada vez más, el principal objetivo de nuestras vacaciones es descansar y hacer nada: atrás quedaron los viajes en los que recorríamos cientos de kilómetros para contemplar algún paisaje. Escribo esto pensando en nuestra escapada a Bretaña de hace casi 20 años, cuando compartimos una casa en mitad del campo cerca de Guingamp con mi amiga Val y su familia. Aquel agosto de 2003 también padecimos una terrible ola de calor que, además de asolar Europa, nos obsequió con un verano bretón sin lluvia y con un cielo brillante y soleado. Recuerdo que invertimos dos horas de ida y otras tantas de vuelta para desplazarnos a Mont Saint-Michel, que se alza en el extremo de Normandía colindante con Bretaña. Tantos kilómetros para quedarnos por sus aledaños, marea baja mediante, mientras nuestros cachorros -año y medio Mariola, tres Ángela- correteaban por la playa. Ellas dos felices para el recuerdo.

Aquella fue nuestra primera exploración de Breizh -Bretaña en bretón-, después vendrían algunas más: las colosales dimensiones de Bretaña hacen que sea un destino inabarcable en un solo viaje. Cada una de sus cuatro grandes regiones, Morbihan, Finistère, Côtes-d’Armor e Ille-et-Vilaine dan como poco para dos semanas de recorrido. O para dos semanas de dolce far niente, como es ahora nuestro caso.

En realidad, en esta ocasión la decisión de venir a Bretaña la tomó la web de Gîtes de France: nuestros criterios de búsqueda fueron “casa independiente de tres habitaciones junto al mar”, a un precio razonable para estas dos semanas que son las más caras de agosto. Casi todas las opciones que nos aparecieron, tentándonos desde el mapa de la costa gala, estaban en territorio bretón. Así seleccionamos nuestra casita en Plourivo, Ty Job, cuya anfitriona, Marie-Laure, nos agasajó con una cesta de bienvenida colmada de tomates de distintos tamaños y colores, cultivados por ella misma -estamos dando buena cuenta de ellos-, y coronada por una botella de sidra de Paimpol. Desde el jardín y, sobre todo, desde la ventana de nuestro dormitorio, divisamos el flujo de las mareas en el cercano estuario del río Trieux, así como el perezoso atardecer, que se demora hasta las diez de la noche.

Marie-Laure nos recomendó, además de su playa y su panadería preferidas, dónde comprar los mejores moules de bouchot de la zona: en la pescadería del Intermarché de Paimpol, donde los mejillones son pequeños, prietos, gorditos y jugosos. Los preparo con sidra, cebollino y esa mezcla de especias que adoro llamada colombo y que solo encuentro en Francia. Sí, es un placer escoger fruta local a mejor precio que en Barcelona -esos albaricoques dulces y aterciopelados en boca-, buen vino, cerveza y sidra artesanas bretonas y pescado y marisco frescos.

Nuestra anfitriona nos obsequió también con una dirección maravillosa: la Ferme Marine Paimpolaise, el bar à huîtres de los ostricultores Arin. Sus mesas con vistas al mar invitan a pasear con los ojos por la Bahía de Paimpol para observar los islotes de Mez de Goëlo, el faro de Lost-Pic y la isla de Saint-Riom. Sus ostras Spéciales Bréhat son exactamente como nos las describe el joven y sonriente camarero que nos atiende, carnosas y suavemente dulces, y combinan a la perfección con el chardonnay que pedimos para acompañarlas.

El antiguo sentier des douaniers -sendero de los aduaneros-, hoy denominado GR 34, orilla ese extenso litoral bretón que durante los siglos XVIII y XIX acechaban por mar los contrabandistas y conecta en agradable paseo la Ferme Marine Paimpolaise con la Abadía de Beauport, o más bien con lo que queda de ella: hoy es un conjunto arquitectónico recuperado de entre las ruinas -las obras de restauración duraron 20 años- que presenta el encanto de la vegetación que se ha abierto paso entre sus vestigios románicos.

Las vacaciones -vivificantes y, a un tiempo, reparadoras- son esto. Admirar el devenir de las mareas y del sol desde Ty Job, pasear junto al mar, paladear sabores autóctonos, sestear lánguidamente y leer los tropecientos libros que han venido conmigo desde Barcelona. No necesito más para olvidarme de mí y, paradójicamemte, volver a ser verdaderamente yo.

Faro de Cordouan

Sí, lo reconozco, soy una loca de los faros, y al de Cordouan le tenía ganas desde hace tiempo. De modo que, de camino a nuestras vacaciones bretonas, organizamos una pausa para visitarlo: plantado en mitad del estuario de Gironde, solo es accesible en barco, bien desde Port-Médoc, bien desde Royan, la horripoblación vacacional que finalmente escogemos porque nos hace desviarnos menos en nuestra ruta.

Reservamos dos noches de alojamiento en Marennes d’Oléron -unas buenas ostras siempre vienen bien- y compramos el desplazamiento marítimo y las entradas al faro a través de la web de Croisières la Sirène a 63 euros por persona: aunque en el momento de la compra nos parece un precio desorbitado, luego comprobamos que, en realidad, no lo es tanto.

Como nuestras vacaciones están más que delimitadas, el alto en el camino para visitar el faro ha de ser, sí o sí, el viernes 4 de agosto, de modo que tenemos que conformarnos con el horario que marca la marea para ese día: nuestro catamarán parte a la una del mediodía, por lo que la excursión coincide con las peores horas de sol. Así que ya me veis disfrazada de dama ignífuga: vestido de manga larga confeccionado con tejido de protección solar, pamela-sombrilla de kilométrico alerón y gafas de sol extragrandes, tipo antifaz.

Subimos al catamarán a la hora convenida y, en cuanto avistamos el faro, con la marea todavía alta, nos dividimos en tres grupos: otra embarcación anfibia, mitad lancha, mitad oruga de ruedas gigantes, nos tiene que acercar en tres viajes hasta el faro, que está rodeado de unas aguas tan poco profundas que el acceso solo es abordable con esa especie de chalupa de desembarco.

Como por suerte formamos parte del primer grupo, paseamos a nuestras anchas y subimos a nuestro ritmo los 301 escalones del faro más antiguo de Europa: ilumina el estuario de Gironda desde 1611. Cuatro guardianes se ocupan de su mantenimiento y de dar la bienvenida a las personas que lo visitamos durante el periodo estival: se organizan por turnos de una o dos semanas y para ducharse y lavar los platos usan agua de lluvia recuperada por dos fuentes que se habilitaron con ese fin en el siglo XVII. Sí, es un faro con más de cuatro siglos de historia, pero todavía muy vivo.

La cosa empezó así: en 1584 Enrique III pide al arquitecto Louis de Foix un segundo faro de Alejandría, en plan octava maravilla del mundo -ahí su loca majestad se viene muy arriba-. Sí, su objetivo es que el estuario deje de ser un cementerio marítimo, pero a un tiempo ha de loar la dinastía que encarga su construcción -que, por cierto, no sobrevive a la culminación del faro: este último y extravagante Capeto muere asesinado en 1589-. Bajo el reinado del ya borbónico Enrique IV, el faro se ornamenta con esculturas y carpinterías e incluso se habilita un apartamento real -que, por cierto, jamás llega a pisar monarca alguno, cosas del rancio abolengo-. Y sí, por fin, en 1611, tras 27 años de obras, el faro empieza a funcionar.

En 1786 se encomienda a Joseph Teulère elevar la torre, preservando la obra de su predecesor, y las obras de renovación finalizan en 1789. ¿Os suena la fecha? El arquitecto, preocupado por proteger uno de los símbolos del antiguo régimen del furor revolucionario, bautiza la tercera planta como Asamblea de los Girondinos y elimina los bustos de Luis XIV y Luis XV de la capilla real de la planta inferior. Y se queda tan ancho. Pero la estrategia cuela, y el faro se salva. ¡Viva!

Ya en el siglo XIX, el faro de Cordouan se convierte en el laboratorio de pruebas de los mejores ingenieros franceses, entre quienes destaca Agustin Fresnel, que ensaya allí por primera vez su famosa lente, hoy utilizada no solo en la mayoría de faros del mundo, sino también en los equipos de iluminación de numerosas producciones audiovisuales.

En cuanto me asomo a la balconada circular de la cúspide del faro, escondo la pamela bajo el brazo, me rindo al viento feroz, que alborota mi melena cual cabeza de Medusa, y observo de cerca la colorida luminaria del vigía oceánico: me arrebatan el verde, reservado a los navíos de gran tonelaje, y el rojo, que da el paso a las embarcaciones de menor calado. Esa mínima gama cromática es la firma luminosa del faro.

Entre tanto, la marea baja desnuda los aledaños: ahora quedan a la vista el camino que parte de la corona de su base y, más allá, los bancales de arena que lo rodean: el regreso al catamarán en la lancha anfibia es como vadear un sendero en cuatro por cuatro.

Tanto temor al sol inclemente y, sin embargo, cuando empezamos a regresar, refresca. Es la brisa oceánica, balsámica y reparadora: nada reconforta tanto ni cura tan bien las heridas -las físicas y las del alma- como el mar.

Aix-en-Provence a 37 °C

La culpa la tuvo un emailing: mi amiga Marta y yo no quisimos perdernos la oportunidad de escaparnos al corazón de la Provenza por 29 euros el trayecto desde Barcelona. Sí, las promociones funcionan.

En su alianza estratégica altivelocípeda transpirenaica -quizás por aquello de compartir sinergias-, en la plantilla de SNCF hay seres tan abúlicos e ineptos como en la de RENFE: salimos con una hora de retraso de Barcelona -el pasaje al completo guardando fila tras sufrir los gruñidos de un francés arrogante y despótico- y todavía esperamos alguna explicación por parte del personal de tierra, tipo aquel legendario vuelva usted mañana de Mariano José de Larra. En fin.

Acomodadas, por fin, en nuestros asientos, y cómodamente propulsadas hacia nuestro destino, permanecemos con nuestras respectivas mascarillas hasta que cruzamos la frontera. Mismo vagón, mismo grupo de personas en tránsito, misma estupidez supina, que obliga a llevar o no la mascarilla según la errática normativa territorial vigente.

Llegamos tan tarde a la estación de Aix-en-Povence -en Francia las 22:00 h es como nuestra medianoche- que decidimos abordar el primer taxi que vemos: la estación de tren de alta velocidad es preciosa y novísima, pero está en mitad de la nada y, tal vez por cansancio, no sabemos encontrar el autobús que conecta con la ciudad.

Y sin embargo, la fatiga y la irritación por los percances del desplazamiento se volatilizan en cuanto llegamos a nuestro alojamiento, el vetusto y a un tiempo encantador Hotel Cardinal. Estamos entre la Place des Quatre-Dauphins y su deliciosa fuente -una de tantas como refrescan la población-, y el Musée Granet, y desde nuestro balcón divisamos la fachada de la iglesia de Saint-Jean-de-Malte. Qué felicidad.

La tórrida previsión climatológica para el sábado nos invita a desestimar el Atelier Cézanne, la Fondation Vasarely o los célebres campos de lavanda para sobrevivir a la canícula, de modo que optamos por madrugar, pasear en las horas de menos calor y refugiarnos en remansos de aire acondicionado cuando el sofoco nos ahogue.

Desayunamos en la agradable terraza del Carrefour Bar y por la Rue d’Italie nos llegamos al Cours Mirabeau, donde, como cada sábado, se despliega un delicioso mercadillo semanal. Ante nuestros ojos, desparramándose por los aledaños de las famosas fuentes que jalonan el emblemático bulevar, vistosas prendas de vestir, coloridos manteles, trapos de cocina y toallas, y un sinfín de objetos tan coquetos como alegres. En la Rue Thiers, tentadoras paraditas presentan las creaciones de l@s artesan@s locales y Marta se regala un primoroso -y merecidísimo- collar de turquesas africanas.

Callejeamos guareciéndonos del sol como podemos -aleros, sombrillas, tiendas-respiro- y me obsequio con una fragancia de jazmín de Panier des sens. J’adore! Cuando nos asomamos al Marché aux fleurs de la Place de l’Hôtel de Ville, Marta me conmina a fijarme en la Tour de l’Horloge, que además de ser el monumento más antiguo de Aix-en-Provence -marca las horas desde 1510-, presenta la particularidad de que es un reloj reversible: dispone de una segunda esfera detrás. No obstante, la temperatura alcanza ya el punto de ebullición -modo lava, que diría mi amiga Iciar- y a mí empieza a darme todo un poco igual. Objetivo inmediato: cobijarnos en Pasta Luce, la trattoria para estudiantes donde almorzamos à midi, con horario francés. La oferta es corta, pero bien preparada -la carbonara es a la italiana, no ese engendro con crema de leche que detesto-, y el aire acondicionado nos envuelve en un refrigerante abrazo. Me siento rejuvenecer.

Mientras descansamos brevemente en nuestro hotel, Marta intenta convencerme de visitar el claustro de la catedral de Saint-Sauveur, conocido por las retorcidas columnas de sus ángulos. Aunque sea una rareza digna de ver, en el luminoso edén artístico que es Aix-en-Provence, los templos religiosos no presiden mis prioridades. Reconozco que mi ferviente ateísmo tampoco ayuda, pero es que además solo disponemos de un día: nuestro tren de regreso a Barcelona sale el domingo a primera hora de la mañana. La prochaine fois. Quizás.

Nos adentramos en el Musée Granet con aquella ilusión y nos topamos con que, lamentablemente, algunas de sus salas están cerradas y la exposición temporal tampoco nos interesa demasiado. Pero de repente, la sorpresa: los fascinantes dibujos de Alberto Giacometti nos cautivan. Son pinturas vibrantes, de trazos finos y superpuestos sobre tela, que crean un lenguaje tan particular, tan propio, como el de sus archiconocidas esculturas. Observarlas resulta hipnótico. Al salir, en la tienda del museo, gracias a la colección Paroles d’Artiste, que incluye a alguna mujer aunque sea de forma anecdótica, descubro a Maria Helena Vieira da Silva, pintora lisboeta afincada en París cuya obra, dispersa por el mundo -a ver cuándo puedo admirar alguno de sus lienzos-, se inscribe en la corriente del paisajismo abstracto.

En la extensión del Musée Granet, Granet XXe Collection Jean Planque, nos encanta Finlandaise, un precioso óleo de otra gran creadora, Sonia Delaunay, representante del orfismo, un cubismo mágico que se caracteriza por el uso de las curvas y los colores brillantes. Por cierto, algunas de sus obras forman parte de la colección del Reina Sofía y de la del Thyssen-Borsemizsa. Tomo buena nota para cuando vaya a Madrid.  

También llama poderosamente nuestra atención un insólito óleo de Pablo Picasso, Le Sauvetage, por sus reminiscencias donostiarras: a ambas nos hace pensar en el Peine del Viento de Eduardo Chillida.

Al salir de nuestro enriquecedor periplo museístico, arde la calle al sol de poniente, como en aquella canción mítica de Radio Futura. De modo que nos refugiamos en Book in Bar, una librería-cafetería donde el aire acondicionado, los batidos de fruta natural y el silencioso caos -cada cual a su aire sin molestar a nadie- aligeran nuestra espera hasta que el exterior mute en transitable.

Tras un último paseo por el centro de Aix-en-Provence y una nueva pausa en nuestro hotel -pordiosquésofoco-, cenamos en La Brocherie. Sensacionales la soupe au pistou, el poêlon du pêcheur y el gallo de San Pedro a la brasa. Queda pendiente para otra ocasión la mítica bullabesa -con permiso de los marselleses-, a la que no nos atrevemos porque su ingesta, especulamos, nos haría entrar en combustión.

Nuestra escapada, tan escueta como completa, solo ha sido un pequeño aperitivo de lo mucho por compartir -por disfrutar, por vivir- que todavía tenemos por delante.

À la prochaine!

Elna

Llegamos a Elna la noche de San Juan, huyendo de la verbena y los irritantes petardos de nuestro vecindario. Durante la primera incursión por sus callejuelas, descubrimos, oh sorpresa, una plaza con mi nombre. Así es como nos enteramos de que Elna es la evolución, por deformación fonética, de castrum Helenae, la denominación romana de la íbera Illiberris, se supone que en honor a la madre de Constantino I. Qué cosas.

Nos alojamos en una agradable casita junto a la catedral, ideal para dos personas, y nuestro anfitrión nos explica que esa misma noche llega la Flama del Canigó, un invento de hace seis décadas que se superpone, como ya lo hizo en su día el cristianismo, a los rituales milenarios relacionados con el solsticio de verano. Aunque nos tememos una noche insomne -la recepción de la famosa llama se celebra a escasos metros de nuestro alojamiento-, la fiesta en cuestión es bastante discreta, quizás porque en Elna el 24 es laborable y, además, viernes, día de mercadillo semanal.

Aunque Luis XIV, Tratado de los Pirineos mediante, hizo derribar sus imponentes murallas, Elna ha preservado su cautivadora estructura urbana medieval. Sede episcopal desde el siglo VI hasta 1602, una de sus joyas más preciadas es el claustro de la Cathédrale Saint-Eulalie-et-Sainte-Julie, cuyos capiteles se esculpieron entre los siglos XII y XIV y reflejan la transición del románico al gótico. Merece la pena observar al detalle no solo los capiteles, sino también las columnas y los pilares, que presentan originales motivos florales y geométricos.

La verdad es que nos animamos a visitar el claustro porque nos ofrecieron una entrada combinada de los tres lugares visitables de Elna, a saber: el mencionado claustro; el museo del pintor Étienne Terrus, desde nuestro punto de vista obviable -por suerte coincidimos con una exposición temporal de Virgilio Vallmajó, mucho más interesante-; y lo que nosotros queríamos conocer realmente y el principal motivo por el que elegimos Elna como destino, la Maternidad Suiza.

A principios de 1939, casi medio millón de mujeres y hombres republicanos cruzan la frontera francesa durante La Retirada. La deriva xenófoba y antisemita del gobierno de Vichy impulsa al Ministro de Interior francés, Albert Sarraut, a retener a decenas de miles de ellos -etiquetados como “extranjeros indeseables”- en campos de concentración en las playas de Argelès-sur-Mer y Saint-Cyprien, pero también de Le Barcarès o Adge. Las condiciones son infrahumanas -sin agua potable ni alimentos, con arena, alambradas, salitre, frío y viento- y la mortalidad infantil roza el 60%.

Una voluntaria suiza, Elisabeth Eidenbenz, abre un rayo de sol en mitad de tanta oscuridad. Con fondos de donantes particulares, alquila un palacete modernista cercano a Elna, repara los desperfectos y habilita lo que se convertirá en la Maternidad Suiza, un hogar-refugio para mujeres gestantes. El 7 de diciembre de 1939, con las obras todavía sin acabar, nace allí el primer bebé, José.

Las exiliadas españolas embarazadas llegan a la maternidad cuatro semanas antes de dar a luz y se van cuatro semanas después, con una manta y una cuna para cuidar de su criatura. Algunas se quedan para trabajar como cocineras, enfermeras o limpiadoras con “la señorita Isabel”, como la llaman cariñosamente. Son ellas quienes bautizan los espacios que comparten: Madrid, Barcelona, Bilbao… A la sala de partos la llaman Marruecos: todavía recuerdan con terror los crímenes perpetrados por los batallones de Regulares del ejército golpista, quienes violaban, torturaban y asesinaban a sus víctimas. Claro que esa práctica no era exclusiva de los combatientes rifeños: en todas las guerras, las mujeres son violadas sistemáticamente, incluso por sus compañeros de filas.

En mitad del odio y el miedo que asolan sus aledaños, las republicanas que conviven con sus pequeños en la Maternidad Suiza se ayudan entre ellas y se lamen las heridas: las que leen y escriben, se ocupan de la correspondencia de todas, las que amamantan, alimentan también a algún bebé desnutrido, y todas intentan mantener una mínima normalidad.

A partir de 1940, aunque se sigue ofreciendo ayuda a las mujeres españolas, la política de exclusión del régimen de Vichy incrementa la población recluida en los campos de concentración del sur de Francia y provoca que la Maternidad Suiza abra sus puertas a mujeres de otras nacionalidades, hasta que en 1944 la Gestapo ordena su cierre.

Entre 1939 y 1944 nacieron 595 niños en la Maternidad Suiza de Elna. 50 años después, uno de ellos, Guy Eckstein, hijo de una mujer judía de origen polaco, busca a Elisabeth Eidenbenz y empieza el largo camino de recuperar la memoria de la sororidad y los cuidados que habían caído en el olvido.

Cerca de allí, entre Saint-Cyprien y Canet-en-Roussillon, se extiende una larga y salvaje playa donde, todavía conmovidos, reflexionamos sobre lo recién aprendido. Y nos sentimos afortunados y agradecidos por estar allí los dos. Disfrutando de ese momento. Recordando una vez más la expresión que desde hace unos meses se ha convertido en nuestra divisa: memento vivere.

Acuérdate de vivir.